A veces se nos olvida
que hasta principios del siglo XX las custodias se otorgaban
sistemáticamente a los padres. La premisa de la época era que los
padres estaban en mejores condiciones económicas para sostener a
los hijos, quienes, junto con las esposas, eran de su propiedad
(Ackerman, 1995; Wall y Amadio, 1994). A mediados del siglo XX
hubo un cambio en las ideas de la sociedad occidental y tras el
divorcio, los menores vivían casi exclusivamente con sus madres.
Pasados unos años, esta corriente de custodia monoparental volvió a
cambiar en la década de los setenta. En esta década, en
Inglaterra, comenzó a poder compartirse la responsabilidad de los
hijos, apareciendo los primeros casos de custodia compartida. Pasados
más de cuarenta años, aun hay autores como Bayata (2013) que ponen
de manifiesto que la custodia compartida “no tiene una definición
clara”. Por tanto, como el problema es complejo, lo partiremos en
trocitos más pequeños que nos permitan entenderlo mejor. Así es
como distinguiremos entre “Custodia física compartida” y
“Custodia legal compartida”.
*Custodia física
compartida: Es aquella en la ambos progenitores pasan un tiempo
considerable con el menor. De hecho, los investigadores afirman que
se hablará de custodia física compartida cuando se pasa con uno de los
progenitores entre el 33% y el 50% de tiempo y el resto con el otro.
*Custodia legal
compartida: En esta modalidad, los menores tienen una residencia
principal que suele conservar uno de los progenitores. Bien es cierto
que esto no garantiza que se vayan a llevar a cabo unas
comunicaciones fluidas y constantes con ambos progenitores. Ahora
bien, esta modalidad de custodia permite que los derechos y
responsabilidades de los progenitores sean igualmente importantes
para la toma de decisiones sobre las cuestiones de la vida de los
menores.
El tema de la custodias
es de capital importancia para la sociedad y las personas que la
componen. Esto es lo que han estudiado diversos autores y autoras,
llegando a similares conclusiones: La separación o el divorcio
conflictivos puede tener un elevado impacto en la salud de los hijos
e hijas y también en los progenitores. Más concretamente, los hijos
de padres divorciados presentan un riesgo elevado de problemas como
asma, obesidad, hipertensión, cáncer, enfermedad, crónica y aguda
y otros problemas (Hemminki y Chen, 2006; Lorenz, Wickrama, Conger y
Elder, 2006; Maier y Lachman, 2000; Orgilés, Amorós, Espada y
Méndez, 2008; Seijo, Novo, Carracedo y Farina, ˜ 2010; Troxel y
Mathews, 2004; Yannakoulia et al., 2008 ). El efecto es que “los
hijos de padres divorciados acuden a las consultas y servicios de
psiquiatría del niño y del adolescente en mayor proporción que los
niños de familias no separadas” (Mardomingo, 1994, p. 623). Esto
no quiere decir que separarse sea malo, si no que ha realizarse de
una manera adecuada y lo menos conflictiva posible.
De esta manera, tras
revisiones de estudios (metaanálisis), autores como Bauserman
(2002) encontraron que no había diferencias entre hijos de padres
que seguían juntos y aquellos hijos separados bajo el régimen de
custodia compartida. Por tanto, queda claro que no es la separación
o el divorcio lo que produce impacto en los menores, si no que, entre
otras cuestiones, es la elevada conflictividad lo que puede producir
daños psicológicos. La custodia compartida puede ser una salida muy
acertada y deseable. Esto no quiere decir que la custodia compartida
sea lo más beneficioso para los menores en todos los casos. Tan sólo
quiere decir que la custodia compartida, física o legal, son
opciones que, si se aplican adecuadamente, pueden producir amplios beneficios
para los menores, madres y padres pudiendo ser “una oportunidad de
mejorar sus vidas” (Fariña, Seijo Arce y Vázquez, 2016).
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